.
Combinatoria de lo visible
Luis Muñiz
«No te rayes, ilumina». Es la recomendación que Marcos Canteli se hace a sí mismo en el penúltimo poema de catálogo de incesantes, su cuarto libro. Con un ligero deje chistoso, la frase enlaza con el breve texto programático que abre su segundo poemario, enjambre (2003), y que dice: «Cada día forzando la visión. Para que el mundo aparezca». El asturiano, pues, es de los que concede a la poesía un carácter visionario que, sin embargo, en su caso, no se corresponde con un afán trascendente. Y es que, como otros místicos de la materia (y, por lo tanto, ya que se trata de un poeta, del lenguaje), lo característico de Canteli es un poema que, pese a sus logros, nunca deja de mostrarse como espacio de imposibilidad, no improductivo pero sí herido de improductividad, de fracaso, y, sobre todo, negador de sus dones. El permanente reto que su escritura protagoniza desde 1999, cuando salió publicado Reunión, consiste, antes que otra cosa, en rechazar las conquistas para impedir que se mecanicen y degeneren en manierismo; es una huida hacia adelante cuya última etapa la constituye esta colección de textos en prosa que dedica a uno de sus maestros, José-Miguel Ullán: una propuesta de hondo calado rupturista, pero con menos pulsión comunicativa que su anterior trabajo, su sombrío (2005). De hecho, catálogo de incesantes es, como «enjambre», un libro de avance en lo formal, mientras que «Reunión» y «su sombrío», sin dejar de serlo también, permiten que se trasluzcan más los hechos de una vida, otorgan más peso al relato autobiográfico. Parafraseando lo dicho en otra parte por Eduardo Milán, que firma el texto de la contraportada, en los libros pares de Canteli la materia lingüística que el poema comunica prevalece sobre la tendencia del poeta a comunicar sentido; en los impares, en cambio, habla más el poeta que el poema, aunque el sentido se vea modificado a cada paso por los materiales elegidos para decir.
Dicho esto, conviene resaltar que el sesgo menos confesional del último poemario se ve mitigado por su inesperada vertiente humorística (una novedad en la poesía del de Bimenes), que incorpora registros del habla coloquial y aun de la jerga juvenil («se sale de madre», «me hace bien ese rollo», «esta edad ya se pasó dos pueblos»). El resultado es una obra que dialoga consigo misma mientras se va creando, pero que no por ello descarta el comercio con las anteriores («como la hulla aquella de Reunión: un agua muy dura»); una obra que, pese a los puentes que tiende hacia el lector, salpicando el discurso de rastros de enunciación (muescas de un yo que se resiste a desaparecer del todo), nunca toma la forma del soliloquio afirmativo, pues la instancia enunciativa queda sepultada por un decir paratáctico, que elimina los nexos lógicos y las partículas narrativas y fragmenta el poema hasta la extenuación. Y, sin embargo, incluso en esa línea permanentemente discontinua, que se mantiene viva gracias a una rara musicalidad, plena de asociaciones fonéticas y ritmos sincopados, y a un grado extremo de tensión expresiva, sobrevienen los destellos líricos con los que Canteli quiere «que el mundo aparezca»; o, por mejor decir, con los que quiere preservar el mundo antes de que desaparezca: «esta vida soterrada que ni da tiempo al verdín», «es vereda umbilical, dulce de agua», «cada raíz trae sus nubes».
En íntima conexión con las «iluminaciones» cantelianas (ikebanas, en homenaje al arte floral japonés, las llama en la quinta sección del libro) opera una mirada que presta constante atención a la naturaleza (y, en particular, sin ánimo alegórico alguno, a los cuatro elementos postulados por Empédocles) y que extrae de ella las lecciones propias de un atípico escritor de haikus, de uno pendiente tanto del paso de las estaciones como de otras noticias del mundo físico, más personalizadas: «cumple el útero, Nora se encaja asoma gravita a su tarea». De esta forma, el clima expositivo se remansa a veces en pozas de serenidad zen que permiten trazar una tenue línea de acercamiento al asunto del poema (una línea, ahora, menos matérica que lírica, porque es sólo intuida) y concluir que las duras pugnas de sus sintagmas tienen más de roce y frotación que de abierta contienda (más de música, entonces, que de colisión, más de Debussy que de Varèse).
«De esa vida que se resuelve sin modelo, escribe ya sin ceremonia, o sólo su ceremonia (la que sea suya)», dice luego el poeta. Y todo lo leído cobra de repente una dimensión insospechada, con el vuelo lírico a ras de tierra revelando un potente pensamiento que hace suya la distinción que Slavoj Zizek establece entre lo ontológico y lo óntico y concibe el ser de las cosas como siendo, es decir, a ojos humanos, libre, entrópico, falto de sistema, irreductible. Y aquí, de nuevo, otro presentimiento: el de que toda la forma del libro, su idea de conjunto, responde a la de un mosaico (el título de la primera sección, «teselas», así lo venía indicando), siquiera sea un mosaico abstracto, «sin modelo», porque sólo una combinatoria capaz de acoger lo aleatorio puede reformularse a voluntad, quitar y poner, y en los intersticios dejar que aflore lo que, no pareciendo de este mundo, porque es inasible, lo constituye verdaderamente: «como un lento parpadeo todo ocurre por lo visible».
18.12.08
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario